DOLER, PERDER, AMAR

Quizás este diálogo a cuatro manos, esta partida entre el dolor y el amor, este exorcismo de soledades paralelas no se hubiese producido si no fuese por la convocatoria de la poeta María Elena Cruz Varela, "nucleadora de gentes", que unió con sus ojos sensibles escultura y lienzo, violencia y vida, soledad y tiempo, trenza y perilla.

Poco importa ahora, consumado el encuentro, si ella había intuido la convergencia artística de dos individuos que un día decidieron dejar atrás. Es tarde ya para preguntas porque lo que nos sugieren Alejandro Stock y Ernesto Yáñez, montevideano y habanero, son respuestas.

Ernesto Yáñez, escultor autodidacta, exiliado en sí mismo, moldea el horror como reacción ante un estímulo global, el mundo exterior: "La realidad me ha superado, la vida cotidiana es terrible".

Por eso se defiende atacando, porque "la televisión me agredió primero", y se sirve de la herramienta del cuerpo humano para articular un discurso que habla del dolor, puramente físico o espiritual: el dolor interior, la sensación de pérdida, el vacío de la ausencia; pero también el dolor autoinfligido, el sadomasoquismo como convenio "no violento" o el sufrimiento ajeno como aspirina que nos hace sentir menos desgraciados.

Para contrarrestar la fuerza del dolor, aparece Alejandro Stock, artista poliédrico, proponiendo algo placentero, el amor. "Frente a lo tanático, lo erótico. Frente al dolor que se inflige uno mismo, el eros propio. Entendidos en su terminología de pulsión", explica Stock, que plantea el amor como lenguaje.

Así, el pintor de los lagartos cambia de registro, emigra de un lienzo a otro -porque la emigración no sólo es geográfica o mental- a lomos de nuevos códigos, escribe sobre lo que pinta y pinta sobre lo ya pintado.

Detrás de tanto símbolo, si uno lee entre runas, se vislumbra uno de sus grandes temas, el tiempo: "Quiero hablar del pasado que está presente mientras estás escribiendo". Pero él coge el pincel y tacha, ¿por qué? "A veces hay que abrir un espacio de claridad para expresar el nuevo lenguaje. Pero el pasado no se
borra ni quisiera nunca borrarlo".

Tampoco podrían hacerlo, aunque quisieran, las manos de Ernesto Yáñez, que ha mamado el dolor en carne propia y en distancia ajena. Se percibe en la cruda expresión de sus seres, materialización física de sentimientos y sensaciones suyos, de estados de ánimo y continentes de desánimo, donde lo que importa no es la cara sino el gesto. Como en Alejandro interesa la vida y la espiral, el tiempo y la runa, el amor y la flecha.

Dice Stock que su amigo Ernesto se "automutiló al salir de un sitio al que no puede volver" y que como respuesta "da hostias" con su arte. También él atiza, aunque sus pinceles vistan guante blanco, porque se considera un artista que ejerce como "emergente y periscopio de lo social", una voz "que grita por todos".

Al igual que en sus cuadros a capas, escultor y pintor se superponen. "La pintura es una mentira que no me alcanza, porque el mundo es táctil: si no se puede tocar, no existe", confiesa Ernesto Yáñez, sin darse cuenta de que Alejandro, Stock, sabe que la verdad no sólo está en la tela, de ahí que también sea un hombre de palabra. Escrita o, en este caso, pintada.

Henrique Mariño
Madrid, Enero de 2004
volver a ediciones